Los gestos que parecen mínimos, a veces invisibles, contienen en su sutileza una revolución profunda. Uno de esos gestos es bordar.

Durante siglos, el bordado fue relegado al ámbito doméstico, señalado como una labor menor, “femenina” y decorativa. Pero basta mirar con otros ojos para afirmar que cada puntada ha sido un acto político, la escritura simbólica de un cuerpo que habló en silencio y un ejercicio que guarda un poema del pasado, presente y futuro. Al bordar, el tiempo se desacelera.

Hay que esperar. Hay que volver. Si el nudo se traba, se deshace con paciencia o con rabia. Si la aguja hiere, se limpia y se sigue. Hay puntadas que duelen, por eso a veces se abandona la idea, como en la vida.

Bordar es, en cierto modo, una pedagogía del error y de la paciencia. Una forma de volver al cuerpo con las manos, porque las manos piensan. Pensar es un diálogo entre el cuerpo, la materia y el entorno y bordar es un modo de pensar con las yemas de los dedos, un proceso de atención flotante donde la mente se relaja y aflora lo inconsciente, el sueño.

El bordado es arte vivo, gesto político. En este mundo productivo, funcional y digitalizado, la práctica textil nos propone lentitud, cuidado, error, detalle, paciencia y silencio. Frente a la homogeneidad, propone la singularidad del trazo de cada bordador@.

Reconozco en el arte textil un lenguaje sutil y sensible que me permite enhebrar lo que no sé cómo decir. De pie ante ese abismo que es a veces la vida, sosteniendo la aguja, puedo decir que Bordar la sombra es nombrar ese territorio de lo inaccesible, de lo que se olvida, lo que se guarda, lo que no encuentra forma ni relato.

Bordarla es decir que me conozco y desconozco, que tengo dos caras y todos la ven, pero yo no puedo ver ninguna.

Bordando le damos otras formas a las historias que nos contamos.

Y como en toda historia, lo importante más que lo que se cuenta, es cómo se cuenta. Con qué tempo, con qué materia, con qué intención.

Y la historia de la sombra, que se borda, no se olvida.